mardi, novembre 25, 2008

Flor silvestre


Salió del despacho a la hora de siempre, ni a las siete, como estaba firmado en su contrato, ni a las ocho, como solía ser en esos últimos tiempos. Trató de mezclarse entre la multitud de gente, que también, con ganas de llegar a sus hogares, y debido al frío de aquella tarde de invierno, parecía caminar con más prisa.

La luz del día comenzaba a alejarse de ese bullicio, llenándose las aceras con la luz mortecina de las farolas, y aquellas luces rojas y verdes, que dejaban pasar los cristales de los escaparates.

Miraba sin ver, caminaba sin sentir, cuando alguien le tiró de la manga de su abrigo, y le preguntó:

-Quieres ser feliz?

Sus palabras tardaron en hacerse camino hasta su cerebro, no eran más que otro de los múltiples reflejos que veía en la vitrina, otra más de las ilusiones de movimiento que llegaban a sus sentidos sin que los hubiera llamado, ni supiera darles un significado.

Y la miró. Y contempló una bella mujer, joven y atractiva. Su tez blanquecina hacía resaltar más aún sus grandes ojos, y su larga cabellera pelirroja. Pudo deducir que debía ser una mujer de los países del este, cíngara a juzgar por sus collares.
Tan profunda era su mirada, que tuvo que bajar la vista, y entonces descubrió, que bajo aquellos collares, vestía de manera completamente normal para aquella ciudad. Vaqueros ceñidos, y de color desgastado, y una camisa blanca, bastante abierta, que dejaba adivinar parte de su anatomía femenina.

Cuando volvió a la cara, se perdió de nuevo en las profundidades de sus ojos, y mientras se preguntaba hacia sus adentros, como podían esos ojos negros proyectar tanta luz, ella le volvió a preguntar:

-“Quieres ser feliz?

-“No necesito ser feliz”, le mintió, “ya lo soy”.

Notó en su mirada como la puerta hacia las estrellas se entornaba, y que la luz que anteriormente le había turbado, parpadeaba. Pero su sonrisa se suavizó y siguió hablando.
Algo fantástico ocurrió en aquel momento: ella empezó a contarle su propia vida. Le describió sus dudas, sus angustias, sus carencias y sus decepciones. Sabía de sus anhelos, de sus llantos por tantas ocasiones perdidas, por esos muchos caminos que había abandonado a la primera curva, siguiendo embobado hacia ninguna parte.

Esa mujer parecía saber todo de él, sabía sobre su miedo a envejecer y comprender que ya había gastado sus ocasiones, su sufrimiento cuando había descubierto que un muro de incomunicación le aislaba de las personas a las que quería haber amado, robándole la esperanza de dar y compartir.

Y entonces, la cíngara comenzó a hablar de ella. Leyó, en lo más profundo de su ser, la tortura de la ausencia, de no tener a quien amar, de quien supiera aceptar sus besos y oír sus palabras de amor. Le dolía tanto haberla perdido, ¿o acaso no haberla encontrado todavía?

La joven acercó su mano a su cuello, como para ofrecerle una caricia. Entre sus dedos tenía una flor que introdujo en el ojal de su gabardina.

- “Ya sabes lo que tienes que hacer”, le indicó, “La flor te ayudará a derrumbar el muro, la felicidad está en tu interior.

Le cerró los ojos, al pasar su mano por delante, y cuando volvió a abrirlos, ella ya no estaba. Vio entonces en el cristal del escaparate de los grandes almacenes su propio reflejo, y la imagen le sobresaltó.

Bajó la mirada a la solapa de su gabardina, y allí estaba: llevaba una pequeña flor silvestre en el ojal.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 2 de noviembre de 2004.


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Sebastián


No se sabía muy bien como Sebastián había conseguido salir de aquella prisión de locos. O tal vez sí.

En cualquier caso, a la hora del paseo por los jardines, Sebastián no estaba allí. Y la cara de la chica de la lavandería tenía una extraña sonrisa...

Sebastián había ingresado en el manicomio hacia unos meses, completamente loco, según los médicos; pero muy cuerdo, según las enfermeras que lo trataban. No hacía nada extraño, no tenía ataques de locura o ansiedad, como muchos de sus compañeros. Era una persona muy tranquila, fría quizás, pero con un corazón lleno de ternura. La escasa hora que le dejaban pasear por los jardines de aquel lugar era insuficiente para él. Sus horas muertas las pasaban en la biblioteca, cogía un libro, se sentaba en la mesa de la esquina, al lado del gran ventanal, y metódicamente, cada vez que acababa una página, miraba por la ventana.

Y se podía ver en sus ojos, la tristeza de no poder estar libre, recorriendo el camino de Santiago, o riendo con los amigos, en cualquier tasca de pueblo. Algunas veces, cuando hacía buen tiempo, y que el sol iluminaba toda la estancia, se le podía ver, mover los brazos, de arriba abajo, como si fuera un pájaro. Entonces, una diminuta sonrisa aparecía por su rostro.

Por las tardes, Sebastián acudía a unas clases de terapia, que en realidad no necesitaba, pero estaba rodeado de gente de todas las edades, que compartían con él, partes de locura. Le encantaba sentarse en el corro, cruzar las piernas, y jugar con las palmas de las manos, contar historias, o simplemente, escuchar.

A pesar de estar desde hacía poco tiempo en el manicomio, era muy querido por todos, pacientes y médicos.

Nadie venía a visitarlo, nadie acudía para ver si progresaba en sus pesadillas.

Cuando debía acudir a su hora con el psiquiatra, Sebastián siempre se despedía con la siguiente frase:

Locura es la incapacidad de comunicar tus ideas.

Y a ciencia cierta, como paciente, Sebastián era ejemplar. Sabía que le ocurría, sabía que no estaba loco, y se esforzaba por dar a conocer sus síntomas. Su locura radicaba en aquellos ataques de pánico, que en numerosas ocasiones, le habían hecho perder la cabeza. Decía que La sociedad en la que hoy vivimos, se ha convertido en un lugar amenazante para mí, para la mayoría de las personas, donde reina la inseguridad, el miedo, y el aislamiento; no existen ya esos vínculos afectivo-emocionales que los seres humanos necesitamos para vivir.

Sebastián se encontraba solo e indefenso ante la sociedad. Sin embargo seguía queriendo probarse a sí mismo, quería salir al exterior, y comprobar que estaba equivocado, quería saber, necesitaba saber que estaba equivocado, y que aún, había gente que podía tender una mano, a quien lo pudiera necesitar.

Y aquella mañana, con la ayuda de la chica de la lavandería, consiguió salir a la calle.

Caminó por calles que sólo había visto en sueños, vio gente extraña con actitudes extrañas, parecían aquellos hombres grises, que Michael Ende describía tan bien en Momo.

Ni siquiera los árboles mantenían aquel verde esperanza de los tiempos de antes, ni se escuchaban los pájaros trinar, sólo se veía gente con prisa, caminando como autómatas, con la mirada clavada en el suelo.

Llegó al cruce maldito. Al cruce donde le dio aquel ataque, y que determinó su entrada en el manicomio.

Comenzó a cruzar, notaba como su corazón comenzaba a latir más y más fuerte, los sudores fríos comenzaban a recorrer su cuerpo. Parecía que había vuelto de nuevo a la otra realidad, aquella que explicaba a su psiquiatra. Sebastián se sentía morir. Se paró en mitad del cruce de peatones.
Cerró los ojos, abrió los brazos...
Y gritó.

La gente desapareció, los coches desaparecieron, los ruidos, olores y luces desaparecieron. Por un momento, se sintió libre. Por un segundo, volvía a creer en sí mismo.

Poco a poco, la luz volvía a asomar a sus ojos, la gente aparecía de entre las sombras, lo miraban como si estuviera loco. Pero ¿lo estaba realmente?

Se giró sobre sí mismo, y emprendió el viaje de regreso a su cárcel de papel.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 28 de octubre de 2004.

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vendredi, novembre 21, 2008

Micaela


La mujer de la mirada fugaz recorría la calle, con dos bolsas de la compra en cada mano. Caminaba a paso lento, cuidando que las bolsas no tropezaran con sus piernas. Debía estar mascullando algo entre dientes, ya que a medida que me iba acercando a ella, la veía mover los labios, como si estuviera hablando con alguien.

Al pasar por su lado, me sonrió, y justo antes de que yo pudiera adelantar el paso, para poder cruzar la calle, alzó su voz, y me preguntó la hora.

Me paré, subí la manga del abrigo, y consulté el reloj.
-“Pasan cinco minutos de las once”.
-“Muchas gracias”, me contestó. Y siguió avanzando por la calle, con el mismo cuidado que antes.

El semáforo acababa de cambiarse al rojo, y con curiosidad, giré la cabeza, para ver hacia donde se dirigía la mujer.
Cuál fue mi sorpresa, al ver, que ella se había parado unos pasos más adelante, y también me estaba mirando. Hizo un gesto con la cabeza, como si quisiera que me acercara, y creo que lo hice.

Cuando me acerqué, me preguntó el nombre. Ella se presentó como Micaela. Había comprado unas cosas que se necesitaban en el Hogar de los Ancianos, y como ella, todavía podía moverse y ayudar a la gente, se había ofrecido voluntaria. Me alcanzó un par de bolsas de la compra, y continuó caminando.

El Hogar de los Ancianos era un edificio de cuatro plantas, donde enfermeras y voluntarios ayudaban con su tiempo y saber hacer a gente, que ya no podía valerse por sí misma, o, que en su defecto, no contaba con medios familiares, o económicos. Se realizaba una labor semejante a los centros de día, salvo que allí, la gente se ayudaba entre ella. Recibían el mismo cariño que ofrecían, y se sentían cómodos... Y útiles.

Micaela subió los tres escalones, y desde arriba, me invitó a entrar.

-“Ven, entra, que te voy a presentar a algunos amigos.

La seguí. ¿Que otra cosa podía hacer? Tenía aún las dos bolsas de la compra en mis manos, y lo poco que me había contado, me había dejado con ganas de conocer ese lugar.

Micaela se dirigió directamente a la cocina, allí, dos mujeres de unos cuarenta años, estaban preparando la comida del mediodía. Saludaron a Micaela, le contaron una de las anécdotas que debía haber ocurrido durante la mañana. Al verme una de ellas, debajo del dintel de la puerta, se acercó a mí, me cogió las bolsas y me ofreció una silla.

-“Te apetece un café? No será como el de la mejor cafetería de la ciudad, pero al menos está caliente, y con el frío que hace últimamente...

Asentí con la cabeza, mientras comenzaba a desabrocharme el abrigo. Micaela, aún de pie, estaba buscando unas galletas en una de las alacenas, y en cuanto las tuvo, me las acercó.
Les comenzó a explicar a sus compañeras, como me había encontrado en la calle. La amabilidad que había tenido al decirle la hora, y sobre todo, al acompañarla al Centro.

Y allí, sentada en la silla de la cocina, con un café aguado, pero caliente, y con el olor de los potajes de verduras que estaban preparando, Micaela me contó parte de su historia.

Micaela era viuda desde hacía algo más de 20 años. Su único marido había sido todo lo que ella había querido y deseado en su vida, pero una enfermedad terminal se lo había arrebatado de su lado, cuando su hijo, apenas contaba con 10 años de edad. Desde muy joven, le había inculcado las reglas de respeto y atención, de las que hoy, ella seguía haciendo gala.

No entendía como la mayoría de la gente de hoy en día, podía ser tan poco considerada hacia los demás. Ella siempre había dejado pasar a la gente mayor en el autobús, por ejemplo. O había ayudado con las bolsas de la compra. Cuando su marido vivía, siempre iba cogida de su brazo, por la parte interior de la acera. E incluso, esperaba que le abrieran la puerta de los sitios donde iban, para poder entrar, como una buena señora que era.

Hablaba invariablemente despacio, sin alzar la voz más de lo debido, y esperaba de los demás, el mismo comportamiento. Pero los tiempos habían cambiado.

Cuando salía con sus amigas por la ciudad, que iban de compras a los grandes centros comerciales, llenos de gente, o bien a tomar un café con leche para hablar de sus cosas, siempre le asombraba la costumbre de la gente de no ayudarse entre ellos. Parecía que sólo existieran ellos, en su mundo particular.

Entre risas, me contó cuando una amiga suya había conocido a un hombre.

-“Ya no son lo que eran. Y mira, que trato de encontrar a alguien, que me acompañe en mi soledad, pero ya no son... Caballeros.

Sus palabras se quedaron grabadas en mi cabeza. Y hoy en día, no sólo no me acerco siempre que puedo a aquel Hogar de los Ancianos, para ayudar a la gente que lo necesite, sino que también comparto las ideas de Micaela, de crear un mundo mejor y respetuoso cada día.

Su sonrisa me ha acompañado a lo largo de estos años, y espero que lo siga haciendo durante muchos más.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 23 de diciembre de 2004.

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vendredi, novembre 07, 2008

Mis fantasmas


Esta noche, mis fantasmas acudieron en tropel a mi habitación. Vinieron sin ningún respeto, dando golpes contra las puertas, y abriendo las ventanas, para que el viento que soplaba anoche, violento y embustero, se colara por todas las aberturas de mis sentidos.
Mis fantasmas acudieron asustados, le tienen miedo a las tormentas, y al poderoso perro que guarda la puerta de la habitación. Me pidieron entre gritos y lamentos poder entrar, sin ser olfateados por el animal.

Menudos fantasmas éstos, que le tienen miedo a los animales domésticos, recuerdo que pensé.
Cuando me quise dar cuenta, el perro se había ido, sin dar importancia al rastro sutil de mis fantasmas y éstos estaban acurrucados bajo la cama, tiritando, y tratando de encender una pequeña luz, que entre tonos azulados y anaranjados, resplandecía en sus transparentes rostros. Uno de ellos se levantó, y me contó que uno de ellos, el más pequeño, se había tropezado en las escaleras, al venir a verme, y su tobillo se estaba hinchando a marchas forzadas; me contó también que el que solía acompañar mis miedos de niña, se había resfriado, que ya se consideraba mayor, y que se había tenido que esconder durante un mes en una gaveta llena de jerseys, para curarse. En dos días, volvería a asolar mis pensamientos; el que solía asustarme con aullidos guturales, tenía un grave problema. Según me contó el fantasma, se había enamorado de un fantasma con curvas, y luz interior de color rosácea, que pertenecía a otra cuadrilla. Y todo hay que decirlo, los fantasmas serán lo que queráis, pero permanecen unidos en su grupo por siempre. Y por ello, esa noche no había podido venir, no dejaba que su sábana se secase, y estaba bastante enfermo en una casa abandonada, tratando de curar su mal de amores, junto a un psicólogo, que no hacía más que confundirlo. Le aconsejé que le llevara un poco de chocolate. Suele funcionar con las personas, le dije con seriedad. Me dijo que le daría el recado.

Mis fantasmas iban saliendo poco a poco de debajo de la cama. Parecían espectros de lo que habían sido. Sus sábanas vaporosas eran ahora meros pedazos de tela llenos de rotos, la blancura de detergente no era más que un gris translúcido, y qué decir de sus tareas... llegaban impuntuales a sus citas, tal vez fuera culpa mía, por acostarme más tarde, pero antes, recuerdo que avisaban de la tardanza. Mis fantasmas se han acomodado, a mí, a mi horario y a mis problemas. Ya no se quejan cuando saco la cámara de fotos, y trato de echarlos con el flash automático, incluso, he visto que alguno tiene móvil. Tal vez para hacerme ver que, por más que llame pidiendo ayuda, nadie puede hacer nada por mí. Pero se siguen asustando igual que siempre, cuando el despertador suena, y las primeras luces se cuelan por las rendijas abiertas de las persianas. Con parsimonia rapidez, se van, dejándome con las mismas dudas que al principio de la noche, y mientras pienso en si ha sido real, veo como la sábana de uno, sobresale de la cesta de la ropa sucia, y la puerta de la lavadora está abierta, con agua debajo de ella, del fantasma acatarrado.

Ya no sé si acuden para alentar mis miedos, o para hacer terapia entre ellos.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 16 de mayo de 2005.

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